El sol comienza a ocultarse, los motores de los autobuses más
grandes empiezan a sonar, inicia el desfile de personas con maletas que sus
familiares y amigos ayudan a cargar. Así inicia una noche llena de despedidas
en el terminal de Valera.
El corre corre comienza pasadas las 7:00 pm, acto que parece
común ya que en años anteriores desde esa hora salían los autobuses a los
diferentes estados del país, esta vez la diferencia es que ya no abundan las
unidades de transporte ni los trabajadores que gritaban “Caracas”,
“Barquisimeto”, “Maracaibo”.
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Ahora solo hay un puñado de buses y los más buscados son los
que van a un mismo destino: San Cristóbal. Táchira, por su cercanía a Colombia,
es el estado más buscado por los venezolanos que desde tierras cafeteras buscan
partir a otros países o buscar suerte en el país vecino.
El terminal de Valera se ha convertido en el sitio de
despedidas de los trujillanos ya que el
aeropuerto de Carvajal lleva ya un buen tiempo sin funcionar.
Cada pasajero llega a su forma, unos caminan con calma y
otros llegan con esperanza de conseguir un pasaje para embarcar su viaje a última
hora. La mayoría vienen acompañados, y en lo que sí se asemejan todos es en el
tamaño de sus maletas que deja en evidencia que no irán una semana de
vacaciones.
Son pocas las caras arrugadas que esperan para marcharse,
muchos son los rostros jóvenes que con una mirada tímida reposan sobre sus maletas
a la espera del bus. Según un estudio de
la USB en el año 2016, el 88% de los chamos venezolanos quieren irse de
Venezuela.
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El terminal es oscuro, la poca luz que hay es intermitente y hace una combinación perfecta para el ambiente tenso que se respira en el lugar. Muchos son los susurros, las miradas fijas y los abrazos que poco a poco se van incrementando al pasar los minutos.
El terminal es oscuro, la poca luz que hay es intermitente y hace una combinación perfecta para el ambiente tenso que se respira en el lugar. Muchos son los susurros, las miradas fijas y los abrazos que poco a poco se van incrementando al pasar los minutos.
“Feliz viaje”, “escribe cuando puedas” y hasta un “si llegas
y no te gusta, que no te de pena, no dudes en regresarte” son las cosas que
dicen los acompañantes. El próximo emigrante responde asentando la cabeza.
El momento llegó. El autobús se acomodó y abrió sus puertas,
uno a uno los pasajeros son recibidos por un policía que, antes de que guarden
las maletas, las revisa con su teléfono, que hace las veces de linterna. Si la
luz del teléfono se apaga, el oficial interrumpe el proceso para volverla a
encender.
Maletas dentro ya no queda otra que decir adiós a los familiares
y amigos que los acompañaron. En este momento los abrazos son más fuertes, los
susurros pasan a ser llantos y un suspiro puede convertirse en el último aire
que respiran en la ciudad que los vio crecer.
Los sueños también quedan atrás, como es en el caso de Andrés
Ramírez, quien quería estudiar medicina, pero el costo de la carrera y
decisiones familiares, le cambiaron el rumbo hacia Perú.
Andrés se va acompañado de su mamá, el papá le toca
despedirlos, él se queda. Se queda solo. Ninguno sabe cuándo se volverán a
encontrar.
No solos los que se van se llevan un vacío por dentro y deben
hacer una nueva vida, también los que se quedan deben reacomodar su vida, como
es en el caso de este padre que ahora debe estar solo sin la familia que lo
recibía en su casa cada noche durante 20 años.
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Ahí estaba él, clavado en el terminal, con una sonrisa
intentaba maquillar lo que sentía, pero al hablar su voz lo traicionaba. Ni dos
cervezas pudieron quitar el trago amargo que sentía en ese momento al ver que
su esposa e hijo partían del país. El último adiós se lo guardó, le dio la
espalda al bus.