sábado, 22 de octubre de 2016

Las peripecias de almorzar en el Nurr

Fotografía: PrensaNurr 
La cola para entrar a comer se dividía en dos filas. Se extendía, al menos, por unos 50 estudiantes de cada lado y, a las 11 de la mañana, no parecía descabellado hacerla si eres de esos que no engulle algo más que el “sanduchito” antes de una clase que comienza a las 8 am. 

El calor siempre presente. Propio de un abril que se niega a aportar su gotica de agua al Guri. Pero si hay hambre y calor, los muchachos no lo reflejan. Hacen la espera más amena con la respectiva ronda de mamazón de gallo.

El modus operandi para entrar lo orquestaba un empleado de la universidad y consistía en dejar entrar primero a una fila de estudiantes que calculaba a ojo, y cuando la mandaba a parar, no faltaba quien dijera con un ademán "ay señor, ellos andan conmigo", este ponía sus ojos en blanco y hacía la seña de que pasara.

En cada avance de las filas, se filtraba una "coleada" pintada en línea diagonal, por dos o tres estudiantes, desde la fila estática hasta la fila entrante sin ningún atisbo de vergüenza por parte de los que estaban delinquiendo, y como si el vigilante fuera cómplice, se metían mientras todos se encogían de hombros.

Enterado de esa artimaña, no dudé en trazar la misma diagonal corrupta cuando divisé a unos excompañeros que estaban en la fila lista para entrar.

Se escuchó un bululú. Me imagina ya todas las miradas inquisidoras (y con razón) sobre mí. 
Pero las miradas se concentraban en dos universitarias que discutían en voz alta y con aspavientos considerables por una “coleada” más, como de trámite, pero que no pasó por alto la supuesta víctima del descaro.

“Yo voy aquí y desde hace bastante que estoy en la colita”, esgrimió la que al parecer era la afectada con cierta convicción y negando con la cabeza. “Pues yo también y apenas te veo ahorita”, argumentó la que según se aprovechaba, con los ojos desorbitados y subiendo su tono de voz como si todo se resumiera a quién demostraba más carácter que cualquier otra cosa. 

Todos atónitos miraban enganchados y con cierto goce en sus miradas como si se tratara de algo inédito y que interrumpía la rutina diaria de ir a comer. 

Dejé esa coleada frustrada y discusión sin ánimos de acuerdo a manos de la única persona que no encajaba con el modelo de estudiante rangeliano, una señora de unos 55 años, que luego, por los gritos: “¡Paula Paula Paula!”, que alcancé a escuchar, asumí que era una profesora carismática y por su  calma envidiable parecía dominar la situación, incluso más que los vigilantes que más bien lucían fastidiados y mandaban a pasar a los que tampoco les intrigaba en qué terminaba todo. 

Una vez adentro la fila sí se respeta. El calor se acentúa, la luz disminuye y ya comienzan los estudiantes a adivinar el almuerzo por medio del olfato. 

Uno detrás de otro recogen su bandeja húmeda y hacen su primer contacto visual con la comida y sin ningún tipo de gesto recogen lo que, según comentarios, “ya no es igual que antes”.

Dos cambures verdes que me hicieron cuestionarme si vivía en una “República bananera”, pollo y cartílago en una salsa que mi daltonismo no se atreve a adivinar el color, sopa de verduras y jugo que, los de mi mesa y yo, terminamos debatiendo  si era de durazno o pera. 

Todo un banquete. 

Extrañamente nadie te quiere aventajar en las colas para llevar la bandeja vacía con restos de almuerzo institucional y tampoco para la de arrojar los cubiertos en un cubo que en sus mejores tiempos llevaba pintura.

—Estaba buena —dije a un compañero.
—Tenías hambre.