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Los golpes
en la puerta eran la señal que esperaba mi mente para levantarme de la cama. Era
martes, la primera vez en un año que transitaría uno que otro supermercado para
lograr comprar comida.
Tiempo
atrás, en un PDVAL de mi pueblo llegué a las seis de la tarde para agarrar un
número que me diera la posibilidad de comprar comida. Era el número siete.
Mientras mi madre tomaba fuerzas en los brazos de Morfeo, junto a un grupo de
personas aguardamos toda la madrugada cuidando como fieras salvajes nuestros
puestos. Fue un día incómodo y prometí más nunca ir a “bachaquear”.
La promesa
se había desvanecido, montado en una buseta me dirigía a la ciudad.
Las razones
eran concretas. Mi madre compra los jueves, si ella no era electa ¿Qué
comeríamos? Era mejor lanzar los dados de la suerte y que por lo menos uno de
los dos lograra comprar lo que llegara a nuestras manos.
¿Por qué
dados de la suerte?
Los
encargados del plan “matacola” famoso por esconder unas cuadras más abajo la
cruda realidad de desabastecimiento y escasez que vive el país, llegaron a la
conclusión que era más fácil comprar por sorteo.
¿Qué ocurrió
en Venezuela que ahora comer es cuestión de suerte?
Y ahí estaba
yo, detrás de un señor con sueter y más atrás de un grupo de mujeres que reían
y conversaban a gusto. Todos parecían conocerse, incluso mi madre hacía ademán
de ser la mujer más sociable cuando tiempo atrás era esquiva a saludar a
desconocidos.
Era muy
temprano, mi estómago ya me daba señales de querer recibir algo, mis
pensamientos iban dirigidos al santo del día, rogándole por lo menos recibir una
harina, eso me haría sentir tranquilo y confiado de haber logrado el cometido.
“Esto es
culpa de la derecha mundial. Tienen un plan en contra de Venezuela” lanzó muy
segura la frase una mujer que abrazaba con fuerzas un abrigo. La mirada de
aquellos que tuvieron oportunidad de escucharla fue cuchillo para sus palabras.
El cuchicheo no se hizo esperar.
-Señora
usted me va a disculpar, pero en la cuarta yo nunca hice cola para comprar
comida.- dijo una mujer con algunos recuerdos rubios en su cabellera. Le sonreí
de inmediato.
-¿En serio?
Antes escaseaba la leche. Ellos hicieron el viernes negro, todo esto es culpa
de ellos.- dijo la mujer que ya se había puesto el estandarte rojo en su pecho
con orgullo.
-Vos me vas
a disculpar- salió una mujer de entre la multitud- Esta vaina era lo mejor antes. Yo iba al supermercado y
compraba el modess que quisiera. Con alitas, sin alitas, de tarde o noche.
Quítate esa venda mujer que lo que provoca es caerte palos- dijo con energía
una mujer que aseguraba venir de un cerro conocido en la ciudad. Las personas
le sonrieron, casi le aplauden y la veneran. La señora revolucionaria guardó
silencio y siguió en la cola.
Yo era el
penúltimo de esa larga fila de más de 300 personas. El señor que recoge las
cédulas acompañado de dos uniformados, explicó que el proceso sería a la
suerte. “Hay comida para todos, pero lo haremos al azar” dijo sonriendo a todo
aquel que podía, la gente no hacía lo mismo.
Invitó a que pasáramos al estacionamiento del lugar. Y sentados en el
piso veía pasar a personas de distantes edades y vestimentas.
La crisis
nos pega a todos. A la señora que quizás no sabe la cantidad de devaluaciones
que ha lanzado Maduro, también a la señora que con autoridad presentó a todos
que venía del cerro. A mí, que juré más nunca hacer una cola.
“Café, café”
gritaba un hombre que se iba acercando a donde estaba. Una frase hizo reír a
todos y refunfuñar a los uniformados “¿A
qué loco se le ocurrió esto? de seguro fue al gobernador”.
Media hora
después llegaron con un filtro rojo los miembros del plan matacola, muy
sonrientes, muy amables, muy venezolanos. Lanzaron las cédulas al filtro y
desearon suerte a todos.
Más de 300
cédulas en un filtro, ¿Quién tendría la oportunidad de comprar?
A mi madre
le fui sincero, si me tocaba comprar del número 60 al infinito, tomaría mi
bolso y me iría a trabajar. Además de tocar mi fibra humana, de humillarme por
comida y ver la cara de desánimo de ancianas que venían de los campos y mujeres
deseosas de saber qué ocurriría para irse a trabajar, estar ahí me daban
razones suficientes para seguir de pie con mi pensamiento político.
“El número
uno es…”
Miré la cara
de mi hermano, la de mi madre y la de las personas alrededor… Era el elegido,
el bendecido, el iluminado.
Yo era el
primero en ser llamado. La gente se reía “Este vino de último” dijo uno “Qué
suerte la del chamo”, “Eso no se vale yo llegué a las tres”.
Recibí el
ticket que me daría la oportunidad de comprar todo lo que pudiera, sin tener
que rogar que quedara por lo menos medio kilo de café.
Una hora
después estaba en el establecimiento. En un carro los trabajadores del lugar,
iban metiendo lo que debía llevar a la fuerza, sin mirar a los lados, sin
comprar más nada.
600 bs dio
la cuenta. En una bolsa llevaba un paquete de papel higiénico, dos paquetes de
café, tres harinas, una lata de atún y un jabón de pasta.
Con eso en
la ruleta de los precios reales me compro una caja de cigarros.
Me marché
del lugar contando la experiencia a todos los que podía, asombro, risas y
sarcasmo arropaban la historia.
Quizás la
próxima semana sea el último, o como ha pasado con otros, no tenga la suerte de
comprar.
Y aun así me
sigo preguntando: ¿Qué pasó con Venezuela que hasta para comer hay que tener
suerte?