viernes, 4 de marzo de 2016

De cómo me fue en la lotería “matacola” para comprar comida

Créditos: yoyopress.com
Los golpes en la puerta eran la señal que esperaba mi mente para levantarme de la cama. Era martes, la primera vez en un año que transitaría uno que otro supermercado para lograr comprar comida.

Tiempo atrás, en un PDVAL de mi pueblo llegué a las seis de la tarde para agarrar un número que me diera la posibilidad de comprar comida. Era el número siete. Mientras mi madre tomaba fuerzas en los brazos de Morfeo, junto a un grupo de personas aguardamos toda la madrugada cuidando como fieras salvajes nuestros puestos. Fue un día incómodo y prometí más nunca ir a “bachaquear”.

La promesa se había desvanecido, montado en una buseta me dirigía a la ciudad.

Las razones eran concretas. Mi madre compra los jueves, si ella no era electa ¿Qué comeríamos? Era mejor lanzar los dados de la suerte y que por lo menos uno de los dos lograra comprar lo que llegara a nuestras manos.
¿Por qué dados de la suerte?

Los encargados del plan “matacola” famoso por esconder unas cuadras más abajo la cruda realidad de desabastecimiento y escasez que vive el país, llegaron a la conclusión que era más fácil comprar por sorteo.

¿Qué ocurrió en Venezuela que ahora comer es cuestión de suerte?

Y ahí estaba yo, detrás de un señor con sueter y más atrás de un grupo de mujeres que reían y conversaban a gusto. Todos parecían conocerse, incluso mi madre hacía ademán de ser la mujer más sociable cuando tiempo atrás era esquiva a saludar a desconocidos.

Era muy temprano, mi estómago ya me daba señales de querer recibir algo, mis pensamientos iban dirigidos al santo del día, rogándole por lo menos recibir una harina, eso me haría sentir tranquilo y confiado de haber logrado el cometido.

“Esto es culpa de la derecha mundial. Tienen un plan en contra de Venezuela” lanzó muy segura la frase una mujer que abrazaba con fuerzas un abrigo. La mirada de aquellos que tuvieron oportunidad de escucharla fue cuchillo para sus palabras. El cuchicheo no se hizo esperar.

-Señora usted me va a disculpar, pero en la cuarta yo nunca hice cola para comprar comida.- dijo una mujer con algunos recuerdos rubios en su cabellera. Le sonreí de inmediato.
-¿En serio? Antes escaseaba la leche. Ellos hicieron el viernes negro, todo esto es culpa de ellos.- dijo la mujer que ya se había puesto el estandarte rojo en su pecho con orgullo.
-Vos me vas a disculpar- salió una mujer de entre la multitud- Esta vaina  era lo mejor antes. Yo iba al supermercado y compraba el modess que quisiera. Con alitas, sin alitas, de tarde o noche. Quítate esa venda mujer que lo que provoca es caerte palos- dijo con energía una mujer que aseguraba venir de un cerro conocido en la ciudad. Las personas le sonrieron, casi le aplauden y la veneran. La señora revolucionaria guardó silencio y siguió en la cola.

Yo era el penúltimo de esa larga fila de más de 300 personas. El señor que recoge las cédulas acompañado de dos uniformados, explicó que el proceso sería a la suerte. “Hay comida para todos, pero lo haremos al azar” dijo sonriendo a todo aquel que podía, la gente no hacía lo mismo.  Invitó a que pasáramos al estacionamiento del lugar. Y sentados en el piso veía pasar a personas de distantes edades y vestimentas.

La crisis nos pega a todos. A la señora que quizás no sabe la cantidad de devaluaciones que ha lanzado Maduro, también a la señora que con autoridad presentó a todos que venía del cerro. A mí, que juré más nunca hacer una cola.

“Café, café” gritaba un hombre que se iba acercando a donde estaba. Una frase hizo reír a todos y  refunfuñar a los uniformados “¿A qué loco se le ocurrió esto? de seguro fue al gobernador”.

Media hora después llegaron con un filtro rojo los miembros del plan matacola, muy sonrientes, muy amables, muy venezolanos. Lanzaron las cédulas al filtro y desearon suerte a todos.

Más de 300 cédulas en un filtro, ¿Quién tendría la oportunidad de comprar?
A mi madre le fui sincero, si me tocaba comprar del número 60 al infinito, tomaría mi bolso y me iría a trabajar. Además de tocar mi fibra humana, de humillarme por comida y ver la cara de desánimo de ancianas que venían de los campos y mujeres deseosas de saber qué ocurriría para irse a trabajar, estar ahí me daban razones suficientes para seguir de pie con mi pensamiento político.
“El número uno es…”

Miré la cara de mi hermano, la de mi madre y la de las personas alrededor… Era el elegido, el bendecido, el iluminado.

Yo era el primero en ser llamado. La gente se reía “Este vino de último” dijo uno “Qué suerte la del chamo”, “Eso no se vale yo llegué a las tres”.

Recibí el ticket que me daría la oportunidad de comprar todo lo que pudiera, sin tener que rogar que quedara por lo menos medio kilo de café.

Una hora después estaba en el establecimiento. En un carro los trabajadores del lugar, iban metiendo lo que debía llevar a la fuerza, sin mirar a los lados, sin comprar más nada.

600 bs dio la cuenta. En una bolsa llevaba un paquete de papel higiénico, dos paquetes de café, tres harinas, una lata de atún y un jabón de pasta.

Con eso en la ruleta de los precios reales me compro una caja de cigarros.

Me marché del lugar contando la experiencia a todos los que podía, asombro, risas y sarcasmo arropaban la historia.

Quizás la próxima semana sea el último, o como ha pasado con otros, no tenga la suerte de comprar.


Y aun así me sigo preguntando: ¿Qué pasó con Venezuela que hasta para comer hay que tener suerte?