viernes, 21 de julio de 2017

De la delincuencia y la complicidad



Imagen referencial 


Carlos Solarte/Licenciado en Educación mención Geografía e Historia 

Corría la hora exacta para desayunar, entradas ya las vacaciones, así es ocho en punto de la mañana. Sonaba “Transylvania” (pieza instrumental de Iron Maiden) anunciando un mensaje de texto: “Amigo, recuerda que hoy es la actividad de protesta pacífica en la Av. Bolívar. No abandones la lucha”. Tenía como hora de recibido las seis de la mañana. Recordé las palabras de Leopoldo López antes de ser apresado: “La lucha en las calles no debe abandonarse, la calle es la salida”.

Es común leer día a día en los medios de comunicación social toda la temática referente a la crisis, la constituyente, los estudiantes asesinados por el régimen y todo un carnaval de noticias alusivas a los males que decaen sobre Venezuela. De esto se trataba nuestra protesta el día de hoy, un ayuno de doce horas que debía iniciar a las síes de la mañana hasta las seis de la tarde, en apoyo a los estudiantes caídos, a los presos políticos y en repudio a la Asamblea Nacional Constituyente. Era mi primera participación activa, directa y de calle, desde mi retiro por diversos motivos en el 2014.

Como no estoy muy de acuerdo con las protestas en forma de huelgas de hambre, ayunos, por conocer bien de cerca los resultados (quienes me conocen saben que para mí la lucha contra este sistema corrupto no debe confinarse volanteos, marchas, pancartas o pitos y consigas) me limité a colaborar en la parte logística. Ya pasamos mucha hambre en Venezuela como para complacer al gobierno con un ayuno.



A pesar del poco o ningún apoyo que teníamos en la actividad por parte de los partidos políticos de oposición, la protesta iba tomando forma, las personas se acercaban al toldo bridando su solidaridad, compartiendo sus experiencias y pidiendo volantes para repartirlos en sus comunidades. Como un espantoso pájaro negro posado frente a la ventana, se acercaron los oficiales de policía, de esos que es común ver, con aspecto de rapiña, ojos escarlata y sonrisa de hiena.

Morían las doce después del mediodía, hora del zénit y el hastío. Tres funcionarios estaban frente a nosotros, “Jóvenes expliquen el motivo y la duración de la actividad” vociferó uno, al tiempo que otro tomaba fotografías y el tercero intercambiaba llamadas usando un leguaje muy ajeno al de un efectivo policial, frases como “Hay que tratarlos como cochinos, la orden es caerles a palo, nos vamos y le dan es con todo”. Se les explicó el motivo y el tiempo estimado, hasta que se fueron con una expresión tenebrosamente triunfal en sus rostros.

Pasadas escasas dos horas de la visita de los policías, a lo lejos se escucharon los estruendos de una bandada motorizados que rápidamente se acercaron, delincuentes a sueldo, los llamados “Colectivos” o Tupamaros. Sacaron armas, cual hordas bárbaras destruyeron el toldo, golpearon a una compañera de lucha con una enorme piedra en la espalda, todo ocurrió en un pestañeo, una pistola apuntaba mi rostro, mientras otro compañero era aporreado con una llave de cruz en el cráneo, los golpes parecían interminables, la sangre corría en la calle, perdió el conocimiento, nos bañaron con baldes cargados de estiércol de cerdo, fuimos despojados de nuestros teléfonos.



Sólo dos compañeros lograron escabullirse de la golpiza y el baño, los mismos que advirtieron que la policía contemplaba la escena una cuadra más arriba.

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