Jesús fue aprehendido y llevado a la muerte, el
pueblo amordazado, es obligado a vivir guerras que desconoce, tildadas con
diversos nombres “económica, comunicacional, del dólar”.
Como un rebaño confundido, se congrega y ora
la feligresía, un pueblo de fe abocado al rito y culto a Dios, que pide que en
sus días santos, se guarde recato, abstinencia y recogimiento.
Ese concepto es acogido y cuidado con celo en
las familias, que expectantes esperan la resurrección, quizá no solo de
Cristo, a lo mejor del inicio de una vida “libre” y no solo de pecado.
Las calles que de antaño se perfumaban, con
los olores dulces y salados de los platillos, que disputaban en color, sabor y
esencia para el disfrute de la familia y amigos, ha desaparecido; pocos son
los que ahora pueden disfrutar los agasajos
de aquellos placeres del pasado.
Quizás no es tan placentero evocar un
recuerdo, como comer del dulce de lechosa de la abuela, luego de almorzar mojo
de pescado y arroz, mientras que en la sala de televisión ven “La pasión de
Cristo” y en el patio se escucha el grito de ¡Bingo! de los que allí juegan… pero es lo que hay, y mientras llega la Resurrección
debe bastar.
Del pescado las espinas, y en este camino de
la cruz que todos vivimos, se orquesta el morado del luto y dolor, de quien
todo lo tenía y todo le quitaron.
La sal abunda esta temporada, como en
cualquier otra, viene del bus, de la cola de la parada, del exterior… también
está en las pasas de las mejillas de una madre que quiere ver a su hijo que no
está, de un joven que quiere un sueño y no puede alcanzarlo, de un enfermo que
necesita medicina y no la consigue; la sal es fácil de conseguir.
Cristo tú que sufriste por nuestro bien y
resucitaste al tercer día, danos valor y templanza, para resucitar contigo en
una vida “libre” no solo de pecado, sino también de las ataduras que nos oprimen
y nos causan dolor en este valle de lagrimas.