Voy a visitar a mi mamá cinco días a la semana, mayormente de lunes a viernes. En mis últimas visitas la he notado triste, creo que se siente sola. Antes, miles de personas iban hacia donde ella para ser instruidos y apoyados, ahora todos dudan en ir a verla.
Mi mamá es conocida en Trujillo como ULA, la eminencia, y lo es. Es profesional, educada, amiga, solidaria, respetuosa y, como todas las madres da mucho amor a sus hijos. A sus 45 años ha formado grandes personalidades del pueblo, ha hecho que personas campesinas se vuelvan grandes profesionales reconocidos, les ha dado oportunidades a todas las personas sin condiciones, sin pedir nada a cambio.
La he visto pasar por muchos cambios. La vi llorar cuando se quedó sin plata. Vi cuando sus otros hijos la maltrataban, la rayaban y la dañaron. Vi también, cuando fue tiroteada. La he visto ser arrastrada, pero ella sigue de pie.
En el pasado, todo era tan diferente. Ella me daba la oportunidad de usar unos de sus tantos carros como transporte, pero con el tiempo se fue quedando sin repuestos para ellos. Cuando me daba comida lo hacía en grandes cantidades que hasta los perros callejeros podían comer para quedar satisfechos, ahora me tira una cuchara de arroz y un cambur verde cocido en el plato, sé que no es su culpa, pero es inevitable no pensar cada viernes en el que me consentía con pasticho.
Han trancado las vías de acceso de la casa de mi madre y he caminado solo para ir a verla, porque quiero tanto de ella que no me importa cualquier sacrificio. He caminado para salir de su casa como para entrar a ella, mientras unos cauchos están ardiendo en llamas, mientras gente de verde custodia su entrada. He caminado tantas veces de la casa de mamá ULA hasta La Concepción que ya perdí la cuenta.
La gente ha dejado de ir a verla, y no es porque se haya vuelto mala. Las circunstancias la han obligado a no ofrecer las mismas condiciones de apoyo. Ahorita, hasta el café que ofrece es endulzado con canela porque no tiene para comprar azúcar. Las personas ya no van a verla, porque llegar hasta su casa puede costar hasta 20 mil bolívares semanales. Ningún estudiante, sus hijos, tienen 80 mil al mes.
No quiero ser parte de ese grupo que ya no la visita, no quiero dejarla sola. Sinceramente, me estoy obligando a no dejarla sola, porque es difícil atravesar todas las circunstancias que conlleva el ir a verla. Aquel miedo que causa un posible robo de las pocas pertenencias: un bolso, una calculadora o un celular. La zozobra que nos invade, tanto a ella como a mí, por mi bienestar es inmensa. Quisiera ayudarla, quisiera retribuir todo lo que me ha dado, pero no sé cómo.