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El reloj marca las
6:22 am, me monto en el autobús. Al entrar empiezo a notar la variedad de
rostros, personas de distintas edades, en el mismo bus, pero con diferentes
destinos. Algunos puestos vacíos. Niños con sus uniformes escolares, franelas
blancas, azules y beige, es lo que más se ve en este transporte. Mujeres con
estos niños de uniforme blanco a cuestas.
Hombres somnolientos. Jóvenes con el uniforme de algunas empresas
reconocidas, o entidades gubernamentales. Aunque el bus no ha arrancado, ya
tiene el radio encendido con un programa radial en el que prevalece el género
musical de preferencia colombiana, el vallenato.
Personas
bostezando, comiendo o cantando. Unas hablando de lo que harán en el día.
Señores leyendo el periódico. Jóvenes leyendo libros. Todo esto sin importar el
volumen de aquella música. El bus está encendido a la espera de que el chófer
se monte para emprender el camino. Hace su último llamado para llenar los tres
puestos que aún están vacíos. Sin respuesta, decide arrancar. Una señora,
cargando a un bebé, grita para que el chofer pare. Ella, muy agradecida con el
conductor, le da las gracias repetidas veces y se sienta en el primer asiento
que ve disponible.
En ese momento empezó
la travesía de aproximadamente media hora, quizás más. Los gritos de los
adolescentes en el último puesto se hacen sentir, así como el llanto de los
niños. El bus, que va camino a la ciudad, hace su última parada en la plaza del
pueblo donde logran entrar dos personas más para ocupar las sillas vacías,
mientras que otras tres deciden ir de pie. En medio del camino, la música
cambia a un género que es preferido entre los mejicanos, el ranchero. Todas las
personas van en sus asuntos sin importar el volumen de la música: leyendo, conversando, cantando y durmiendo.
Al acercarse más
hacia el destino, las chicas empiezan a maquillarse. Otras empiezan a peinarse.
Pero la que más llama mi atención es la que se quita sus botas, sus medias y se
pone unos zapatos de tacón; se quita la chaqueta que cubría sus hombros y se
abotona una camisa blanca con el logo de un supermercado reconocido en la
ciudad. Ya cuando se ve arreglada, empieza a despertar a su niño con uniforme
de franela blanca colegial, y cubre más a su niña dormida de uniforme
preescolar. Todos despertando porque anuncian la llegada, empiezan a oírse
bostezos, huesos traqueados y estiramientos.
El reloj marca las
6:48 am, el autobús entra a la ciudad, y el ruido de las cornetas de los carros
se empieza a oír. El bus hace la primera
parada y la mayoría de las personas se bajan en ella, corren para agarrar un
último transporte y, así, poder llegar a sus colegios y lugares de trabajos. La
parada está colapsada, muchas personas, poca abundancia de carros, pero al
llegar distintas busetas, se apresuran a entrar en ellas.
Dos minutos
después, el bus en el que voy hace su segunda parada y poca gente se baja.
Transcurre unos tres minutos más y el bus hace su última parada, todos nos bajamos
de la unidad, menos un joven de cabello largo, vestido de negro, que, por lo
visto, lleva música a todo volumen en los audífonos de su aparato mp3. El bus
sigue con él; y mi día apenas empieza…