Diario de Los Andes |
Salí
temprano. Salí yo temprano vestida de blanco hasta los pies, con el mismo
trabajo de siempre, y cansada de salvar vidas, pero era mi trabajo así que como
siempre, salí temprano vestida de blanco.
Trabajaba yo en el “Juan Montezuma Ginnari”; mis nervios con el
tiempo y con la costumbre de limpiar heridas, de sacar esquirlas de metal de la
carne se habían puesto tiesos, como masticar el disco de masa, pero añejo de
tres días
-¡Felicitaciones
Martha!
-
Gracias mi amor – dijo poniendo por un momento buena cara
- Animo,
pa`lante chica. ̶ Seguro algo le había notado para animarla
así
Yo vestida de blanco en aquel hospital, y el clima, luego de más
de 22 días sin llover, cambiaba de humor a un gris pálido, la antesala de la
lluvia que no cae, y que llena de ansias a quienes la esperan
-¡Coño! ¿Qué será de nosotros chica ha?
¿hasta cuándo tanta vaina?
- Dios se apiadará de nosotros, paciencia, no se
deje amilanar
- ¡No joda pues yo sé!, ¡pero igual!,
¿hasta cuando ha?
Después de desprender su oído de los murmullos, que todas las tardes a la
misma hora, se escuchaban en el departamento de enfermería, y que a pesar de
ser los mismos siempre, toda la sala parecía cada vez escuchar con renovada
expectación, incluso parecía silenciarse el salón ante aquellos quejidos
misteriosamente atrayentes y sigilosamente desesperantes; seguro a Martha,
quien ya tendría años en aquella rutina le había hecho mella, pues esa
tarde paso algo muy extraño.
Martha después de sacudirse un poco lo pesadez engomosa que le rodeaba,
volvía a su oficio apurada.
Yo vestida de blanco escuchaba el sonido alarmante de la sirena, pero ya
mis 22 años de experiencia me habían dado el guáramo para estar calmada ante el
desastre, y ocupé mi lugar en estos casos.
Abajo la camilla tomé tensión y sostuve el suero, se habían acabado las
inyectadoras, pero últimamente siempre cargaba una por las emergencias, eso lo
enseñan estos tiempos.
La niña lloraba y pataleaba, casi llego a entristecerme por su dolor, pero
sonreí por ella, como quien cínicamente sonríe al ver lo negro de su alma y
siente vana compasión de sí mismo, y como si la sonrisa significara el comienzo
de un nuevo renacer, de una nueva oportunidad, sonreí por ella, para alentarla,
y por dentro me enojé, pues no teníamos mucho que ofrecerle.
Dividida entre bravura y tristeza, busque las inmediaciones del departamento de enfermería, y sin proponérmelo, recordé los tiempos de joven, cuando presumía siempre mi labor, y celebraba lo efectivo y rápido que era nuestro sistema de salud a pesar de que siempre ha sido malo.
Dividida entre bravura y tristeza, busque las inmediaciones del departamento de enfermería, y sin proponérmelo, recordé los tiempos de joven, cuando presumía siempre mi labor, y celebraba lo efectivo y rápido que era nuestro sistema de salud a pesar de que siempre ha sido malo.
-¡Martha!
¡Martha! Que le pasa ¡Martha!? Respóndame!
-¿Qué
cosa?
- !Pero
mírese como está!
Yo manchaba de rojo rey, de rojo ardiente mis vestiduras blancas, y antes
de que me diera cuenta el enojo que sentía, era un inmenso dolor que puyaba
desde mis adentros, y me sacudía.
Era sangre, a la altura del pecho, y que brotaba como cascada, a borbollones,
y salía tanta y con tanta fuerza, que manchaba a los de su alrededor, y las
paredes, y se revolcaba tan energúmenamente tirada en el suelo del hospital
como ninguno lo había hecho en los 22 años que Martha llevaba cumpliendo
servicio en el “Ginnari”; lloraba, en silencio, y suplicaba por su vida.
Mis vestiduras eran todas rojas en sangre ya, y casi me daba pena, que mi
corazón de tanto sacudirse, había quedado expuesto a la luz de todos. Yo yacía
muerta en una de las oficinas del hospital, y me preguntaba, ¿como?, ¿quien?,
cuidaría de la niña
- Dios
se apiadara de nosotros
Ese día murió Martha a los 52 años, y también llovió como nunca
otros 22 días. Su muerte fue el 12 de mayo, los enfermeros no tenían nada que
celebrar