domingo, 16 de octubre de 2016

Doble Amanecer


Nota: Este relato forma parte del Blog Suburbio de Letras Nocturnas del autor. Estuvo inspirado en un Eclipse Solar ocurrido en el municipio Motatán el 13 de febrero de 1916 según datos del cronista emérito Segundo Peña Peña

Isabel tomó una cesta de ropa sucia y marchó con sus vecinas a las orillas del río. En aquellos tiempos era un sitio público donde muchas esposas e hijas lavaban sus penas, hundían a sus enemigas y transitaban en las aguas de la nostalgia.

Ese día su estómago le dolía de tanto reírse. “Hay comadre, Dios nos libre, algo malo va pasar, nos hemos reído mucho” dijo la mujer a su vecina. No había terminado la frase cuando el cielo se tornó oscuro y los gritos de los lugareños se confundían con el desespero de las bestias.

“Es el fin del mundo” dijo, siendo arrastrada por la corriente del río luego de desmayarse al compás de aquella escena de terror.

El pueblo andino olvidado conocía muy bien la palabra progreso. Tiendas comerciales, bancos, posadas, restaurantes, y una oficina que vendía un invento de cuatro ruedas y un volante le daban un toque moderno.

Todo esto gracias al ferrocarril, que en aquellos tiempos tenía su terminal en esa tierra de gente orgullosa. Comenzaba el siglo XX y el sitio era parada obligada para aquellos que debían tomar el puerto que a pie de las montañas, llevaba cargamento y turistas a gran parte de las islas del Caribe.

El progreso trajo a un grupo de hombres vestidos con trajes negros porque así lo mandaba su religión que predicaban en cada esquina la palabra del Señor. “El fin del mundo está cerca.

 ¡Arrepiéntete pecador! Decían cada vez que pasaban los transeúntes, en un principio eran esquivados pero ante lo que ocurría muchos sentían que fueron enviados por el Creador del Universo para advertirlos de sus malas andanzas.

Poco antes del mediodía, las vacas de don Justo, se arrodillaron mientras mugían por horas incluso con la garganta seca. Los gallos de doña Cornelia se unieron en sinfonía y quiquiriqueaban  anunciando un nuevo día. El cielo se fue oscureciendo lentamente, para muchos era señal de que la lluvia los iba a sorprender, pero luego el sol se fue escondiendo como por designios del jefe del cielo para que la estrella no fuera testigo de una destrucción inminente. El ferrocarril se detuvo, la gente se arrodillaba e imploraba al creador no destruirlos con fuego. La gente corría sin rumbo, mientras los niños lloraban en los brazos de aquellas madres que vistieron trajes negros para que el castigo fuera menos doloroso en el juicio final.

El coro de la Iglesia cantó sus temas más fúnebres en un concierto improvisado en la entrada del templo. Las calles del pueblo andino olvidado quedaron en tinieblas, se encendieron velas para no tropezarse con los pobladores que esperaban de rodillas el final.

Dos mujeres piadosas aseguraron ver a dos ángeles por las cercanías del río “Son gigantes con alas negras montados en dos bestias. Junto a ellos viene la virgen María. Dios los mandó a destruirnos” decían. El sacerdote del pueblo pidió a los congregados marchar en dirección opuesta sin mirar hacia atrás. Él estaba seguro que Dios daría el mismo castigo que a Sodoma y Gomorra, las ciudades bíblicas que fueron destruidas por fuego del cielo.

 En el camino muchos culpaban a los nuevos inventos, al ferrocarril, al bar de Alfonsina la prostituta o a Manuel, del que se decía tenía gustos extraños y aborrecidos por el Señor. Muchos se unían a la caminata para estar cerca del cura, el único ser que sentían podía mediar por ellos.

Isabel por su parte, fue rescatada del río por dos hombres que llegaban al pueblo. La montaron en el carruaje donde llevaban a la hija del dueño del ferrocarril. Al despertar sintió su cuerpo mojado, y echó por tierra la teoría de que al morir se iba al cielo, llegando (según ella) a la verdad creyó que el cielo estaba en el mar.

Al ver a la mujer vestida de blanco la confundió con una virgen pero esta la detuvo cuando intentó arrodillarse. La joven intentó explicarle el fenómeno que estaba ocurriendo. Isabel quedó confundida.

Poco a poco el sol lanzó de nuevo sus rayos del cielo, la oscuridad fue desapareciendo como las lágrimas de los pobladores que se creían muertos. Los minutos fueron pasando y todo volvió a la normalidad. Las vacas siguieron comiendo pasto, los gallos paseando sus plumajes sobre atractivas gallinas y los humanos con dudas del lugar exacto donde se encontraban.

Luego de razonar llegaron a la conclusión de que Dios no les hizo nada, de que fueron perdonados y que quizás eran los únicos seres que seguían con vida en el planeta. Al llegar el carruaje, nadie creyó que fueran seres celestiales, al bajar Isabel la mujer del telegrafista las piadosas quedaron como mentirosas en aquella tierra olvidada.

Ellos explicaron a los presentes de que se trataba lo que ocurría. “Es un eclipse solar y ocurre cada cierto tiempo. La luna tapa al sol, eso es todo. No es un castigo de Dios” Los habitantes  del lugar quedaron sorprendidos ante las palabras de aquellos personajes con acento extraño que decían ser de Francia. El cura ardió en cólera y los despidió del sitio teniendo la convicción de que el padre celestial era el causante de lo ocurrido.

El sacerdote insistía que eso era una prueba de Dios para cambiar las costumbres de los pobladores. Pidió el cierre del bar, la expulsión de Manuel, el cierre de establecimientos comerciales y las reuniones nocturnas por un determinado tiempo. El alcalde y el pueblo aceptaron gustosos en principio, sin saber las consecuencias que esto traería.

Meses después, el oro negro llegó al pueblo andino olvidado, cubriendo sus calles con un manto valorada en muchas riquezas. Fue ese el inicio del fin del ferrocarril. Las reglas del sacerdote se convirtieron en leyes hasta su muerte. Leyes que debilitaron el lugar y lo llevaron a esconderse y ocultarse de los otros, despidiendo al progreso y cerrando las puertas a los cambios que se avecinaban sin saberlo.

Y ese doble amanecer quedó grabado en la memoria de los habitantes por muchas décadas. Algunos sobrevivientes recodaban con temor lo ocurrido. Antes de terminar el Siglo XX se anunció otro eclipse solar. 

El alcalde del pueblo repartió volantes sobre el fenómeno  para evitar lo que casi cien años atrás desató la locura. Trajo a dos astrónomos para explicar lo que ocurriría. Cuando el sol se escondió, las vacas mugieron, los gallos quiquiriquearon pero los habitantes del pueblo andino olvidado presenciaron asombrados el fenómeno que cambió su futuro, y que despidió al progreso y cerró las puertas a los cambios que se avecinaban sin saberlo.