Nota: Este relato forma
parte del Blog Suburbio de Letras Nocturnas del autor. Estuvo inspirado en un
Eclipse Solar ocurrido en el municipio Motatán el 13 de febrero de 1916 según
datos del cronista emérito Segundo Peña Peña
Isabel tomó
una cesta de ropa sucia y marchó con sus vecinas a las orillas del río. En
aquellos tiempos era un sitio público donde muchas esposas e hijas lavaban sus
penas, hundían a sus enemigas y transitaban en las aguas de la nostalgia.
Ese día su
estómago le dolía de tanto reírse. “Hay comadre, Dios nos libre, algo malo va
pasar, nos hemos reído mucho” dijo la mujer a su vecina. No había terminado la
frase cuando el cielo se tornó oscuro y los gritos de los lugareños se
confundían con el desespero de las bestias.
“Es el fin
del mundo” dijo, siendo arrastrada por la corriente del río luego de desmayarse
al compás de aquella escena de terror.
El pueblo
andino olvidado conocía muy bien la palabra progreso. Tiendas comerciales,
bancos, posadas, restaurantes, y una oficina que vendía un invento de cuatro
ruedas y un volante le daban un toque moderno.
Todo esto
gracias al ferrocarril, que en aquellos tiempos tenía su terminal en esa tierra
de gente orgullosa. Comenzaba el siglo XX y el sitio era parada obligada para
aquellos que debían tomar el puerto que a pie de las montañas, llevaba
cargamento y turistas a gran parte de las islas del Caribe.
El progreso
trajo a un grupo de hombres vestidos con trajes negros porque así lo mandaba su
religión que predicaban en cada esquina la palabra del Señor. “El fin del mundo
está cerca.
¡Arrepiéntete pecador! Decían cada vez que
pasaban los transeúntes, en un principio eran esquivados pero ante lo que
ocurría muchos sentían que fueron enviados por el Creador del Universo para
advertirlos de sus malas andanzas.
Poco antes
del mediodía, las vacas de don Justo, se arrodillaron mientras mugían por horas
incluso con la garganta seca. Los gallos de doña Cornelia se unieron en
sinfonía y quiquiriqueaban anunciando un
nuevo día. El cielo se fue oscureciendo lentamente, para muchos era señal de
que la lluvia los iba a sorprender, pero luego el sol se fue escondiendo como
por designios del jefe del cielo para que la estrella no fuera testigo de una
destrucción inminente. El ferrocarril se detuvo, la gente se arrodillaba e
imploraba al creador no destruirlos con fuego. La gente corría sin rumbo,
mientras los niños lloraban en los brazos de aquellas madres que vistieron
trajes negros para que el castigo fuera menos doloroso en el juicio final.
El coro de
la Iglesia cantó sus temas más fúnebres en un concierto improvisado en la
entrada del templo. Las calles del pueblo andino olvidado quedaron en
tinieblas, se encendieron velas para no tropezarse con los pobladores que
esperaban de rodillas el final.
Dos mujeres
piadosas aseguraron ver a dos ángeles por las cercanías del río “Son gigantes
con alas negras montados en dos bestias. Junto a ellos viene la virgen María. Dios
los mandó a destruirnos” decían. El sacerdote del pueblo pidió a los
congregados marchar en dirección opuesta sin mirar hacia atrás. Él estaba
seguro que Dios daría el mismo castigo que a Sodoma y Gomorra, las ciudades
bíblicas que fueron destruidas por fuego del cielo.
En el camino muchos culpaban a los nuevos
inventos, al ferrocarril, al bar de Alfonsina la prostituta o a Manuel, del que
se decía tenía gustos extraños y aborrecidos por el Señor. Muchos se unían a la
caminata para estar cerca del cura, el único ser que sentían podía mediar por
ellos.
Isabel por
su parte, fue rescatada del río por dos hombres que llegaban al pueblo. La
montaron en el carruaje donde llevaban a la hija del dueño del ferrocarril. Al
despertar sintió su cuerpo mojado, y echó por tierra la teoría de que al morir
se iba al cielo, llegando (según ella) a la verdad creyó que el cielo estaba en
el mar.
Al ver a la
mujer vestida de blanco la confundió con una virgen pero esta la detuvo cuando
intentó arrodillarse. La joven intentó explicarle el fenómeno que estaba
ocurriendo. Isabel quedó confundida.
Poco a poco
el sol lanzó de nuevo sus rayos del cielo, la oscuridad fue desapareciendo como
las lágrimas de los pobladores que se creían muertos. Los minutos fueron
pasando y todo volvió a la normalidad. Las vacas siguieron comiendo pasto, los
gallos paseando sus plumajes sobre atractivas gallinas y los humanos con dudas
del lugar exacto donde se encontraban.
Luego de
razonar llegaron a la conclusión de que Dios no les hizo nada, de que fueron
perdonados y que quizás eran los únicos seres que seguían con vida en el
planeta. Al llegar el carruaje, nadie creyó que fueran seres celestiales, al
bajar Isabel la mujer del telegrafista las piadosas quedaron como mentirosas en
aquella tierra olvidada.
Ellos
explicaron a los presentes de que se trataba lo que ocurría. “Es un eclipse
solar y ocurre cada cierto tiempo. La luna tapa al sol, eso es todo. No es un
castigo de Dios” Los habitantes del
lugar quedaron sorprendidos ante las palabras de aquellos personajes con acento
extraño que decían ser de Francia. El cura ardió en cólera y los despidió del
sitio teniendo la convicción de que el padre celestial era el causante de lo
ocurrido.
El sacerdote
insistía que eso era una prueba de Dios para cambiar las costumbres de los
pobladores. Pidió el cierre del bar, la expulsión de Manuel, el cierre de
establecimientos comerciales y las reuniones nocturnas por un determinado tiempo.
El alcalde y el pueblo aceptaron gustosos en principio, sin saber las
consecuencias que esto traería.
Meses
después, el oro negro llegó al pueblo andino olvidado, cubriendo sus calles con
un manto valorada en muchas riquezas. Fue ese el inicio del fin del
ferrocarril. Las reglas del sacerdote se convirtieron en leyes hasta su muerte.
Leyes que debilitaron el lugar y lo llevaron a esconderse y ocultarse de los
otros, despidiendo al progreso y cerrando las puertas a los cambios que se
avecinaban sin saberlo.
Y ese doble
amanecer quedó grabado en la memoria de los habitantes por muchas décadas.
Algunos sobrevivientes recodaban con temor lo ocurrido. Antes de terminar el
Siglo XX se anunció otro eclipse solar.
El alcalde del pueblo repartió volantes
sobre el fenómeno para evitar lo que
casi cien años atrás desató la locura. Trajo a dos astrónomos para explicar lo
que ocurriría. Cuando el sol se escondió, las vacas mugieron, los gallos quiquiriquearon
pero los habitantes del pueblo andino olvidado presenciaron asombrados el
fenómeno que cambió su futuro, y que despidió al progreso y cerró las puertas a
los cambios que se avecinaban sin saberlo.