Ivana se deleitaba viendo como su padre degollaba los pollos en el
pequeño matadero de la granja que poseía. La niña iba cada fin de semana con
Manuel, su padre, de esta forma aprendería el trabajo que arduamente se
realizaba para poder mantener a la familia. A sus doce años Ivana demostraba
gran destreza en el manso oficio de despescuezar pollos y prepararlos para su
venta y consumo.
En los días que no tenía clases, la
inundaba una felicidad enorme, pues podía escapar del martirio que representaba
el colegio y dirigirse con su padre, la única persona con quien podía entablar
una conversación, a la granja. Ivana era de vital importancia los fines de
semana, debido a que el negocio no podía costear los salarios de los tres trabajadores,
sábados y domingos. Además la granja no estaba marchando bien, a Manuel se le
hacía difícil adquirir el alimento para los pollos, las vacunas que los mismos
requerían, en fin todo el material para la cría y engorde de los pequeños
alados, cada día se volvían menos accesibles.
Su mirada era sombría, orquestaba muy
a tono con su personalidad, Ivana era de aquellas niñas que no gustaba de
relacionarse con las personas, salvo por su padre, a quien ella admiraba. Se
llenaba de orgullo y sus ojos resplandecían cuando sus profesores le
preguntaban por el oficio de su papá, pero fingía alegría cuando le tocaba
hablar de su madre o hermano menor, y caramba, como se notaba. Ella pensaba que
su madre estaba con Manuel porque éste, tiempo atrás había sido muy adinerado.
Sobre su hermano menor, lo creía inútil, una carga para la familia, el pequeño Martín
sufría de un severo retardo mental, tenía tres años y aún no lograba anunciar
con palabras cuando tenía que hacer sus necesidades fisiológicas.
Ivana también mostraba gran talento
en la cocina, pues se había visto obligada a aprender prematuramente el arte
culinario, porque no le apetecía lo que su madre preparaba. Más que desagrado por la comida de la madre,
era desagrado por la madre misma, no soportaba la idea de ser hija de una mujer
que estaba con su esposo solo por el dinero, esto era lo que pensaba.
Los días de clases transcurrían como
siglos para la sombría niña, ella solo quería que llegara el fin de semana para
poder estar a solas con su padre en la granja, ayudándole y sintiéndose
querida. Dándole de comer a los animales, limpiando el galpón, aseando el
matadero y realizando su labor favorita, colocar a la indefensa ave sobre el mesón, tomar la hachuela firmemente y
de un tirón ¡Saz! Decapitar a sangre fría. Se sentía con tal poderío, que no
había momento que la llenara de tanto regocijo, como ese en que la sangre del
animal se derramaba sobre ella y hacía finos hilos de rubor sobre su rostro.
Para satisfacción de Ivana, su madre
cayó enferma de lumbago. Estuvo hospitalizada por cuatro días, durante los
cuales la niña era la mujer de la casa. Preparaba la comida, se encargaba de la limpieza y esperaba a que
su padre llegara por las noches con deliciosos manjares, pero odiaba tener que
cuidar a Martín, el pollo retrasado, como en secreto lo llamaba. Manuel estaba
tranquilo, porque sabía que Ivana se podía encargar del hogar y del pequeño,
mientras él trabajaba en la granja y luego podía ver de su esposa en el
hospital, hasta largas horas nocturnas.
Por otro lado, se tornaba preocupado,
los médicos dijeron que tenían que operar a su mujer, aunque debían esperar unas
cuantas semanas para que llegaran los insumos al hospital. El trabajo en la
granja no mejoraba, hasta había optado por despedir a uno de los trabajadores
para reducir gastos. Todo iba cuesta arriba para el hombre que alguna vez había
atesorado una gran riqueza.
La tarde que dieron de alta a la
esposa de Manuel, Ivana estaba furiosa, pasó todo el día de mal humor, le propinaba
enérgicos golpes a su hermano, le gritaba –Maldito retrasado, es un estúpido
parasito, pollo retrasado–. El odio se apoderaba de ella, cada fibra de su
cuerpo eran cientos de cartuchos de dinamita haciendo explosión uno tras otro.
Recibe una llamada telefónica a la
casa, era su padre, ella guardaba la esperanza de que le informaran sobre la
muerte de la madre, no fue así. Lo que para cualquier hijo era una buena
noticia, para Ivana era una maldición. –Mi hermosa Ivana, llegaremos por la
tarde, ya la dieron de alta, por favor ten lista la comida y prepara postre, tu
madre está de vuelta y debemos tratarla con delicad…– La frenética niña trancó
el teléfono antes de que su padre concluyera.
–Prepararé la cena, claro que lo haré.–
gritó Ivana –Hoy comeremos pollo, pollo rebosado.– La ira cegó sus sentidos,
como gobernada por el Patas de Cabra, tomó el pollo por el pescuezo,
estrangulándolo. Comenzó a despresarlo con la misma energía con que Jackson
Pollock pintaba sus cuadros, la hachuela hacía su trabajo, afilada hasta la
punta, la sangre salpicaba a todos lados, a medida que iba desprendiendo cada
pieza, su ira se transformaba en satisfacción.
La cocina era un lienzo abstracto en
rojo carmesí, una obra de arte, de la que tenía que deshacerse antes de que sus
padres llegaran. Terminó de cocinar el exquisito plato, aseó la cocina, no sin
antes tomarle unas cuantas fotografías, quería conservar ese momento para
siempre, sabía que nunca más se repetiría, o al menos no de la misma manera.
Se abrió la puerta de la casa, Ivana
estaba esperando ansiosa en la mesa con todo un festín servido. Lo primero que
hizo su madre fue darle un abrazo de felicidad y agradecimiento. –Hija mía, me
hacías falta– dijo con lágrimas en los ojos. –¿Y Martín? ¿Dónde está mi
pequeño?– Preguntó.
–Hoy tenemos pollo para la cena madre,
pollo retrasado– contestó Ivana con regocijo y risas infernales. –Martín está
donde debería, destapen la olla y comamos– Su padre entre asustado y
confundido, –Pollo rebosado hija, no retrasado– exclamó. Fue cuando la madre
destapó la olla del guiso y pudo ver entre el alucinante carnaval de verduras y
aromas lo que parecía la cabeza del pequeño Martín.