lunes, 18 de julio de 2016

POLLO PARA LA CENA

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Ivana se deleitaba viendo  como su padre degollaba los pollos en el pequeño matadero de la granja que poseía. La niña iba cada fin de semana con Manuel, su padre, de esta forma aprendería el trabajo que arduamente se realizaba para poder mantener a la familia. A sus doce años Ivana demostraba gran destreza en el manso oficio de despescuezar pollos y prepararlos para su venta y consumo.

En los días que no tenía clases, la inundaba una felicidad enorme, pues podía escapar del martirio que representaba el colegio y dirigirse con su padre, la única persona con quien podía entablar una conversación, a la granja. Ivana era de vital importancia los fines de semana, debido a que el negocio no podía costear los salarios de los tres trabajadores, sábados y domingos. Además la granja no estaba marchando bien, a Manuel se le hacía difícil adquirir el alimento para los pollos, las vacunas que los mismos requerían, en fin todo el material para la cría y engorde de los pequeños alados, cada día se volvían menos accesibles.

Su mirada era sombría, orquestaba muy a tono con su personalidad, Ivana era de aquellas niñas que no gustaba de relacionarse con las personas, salvo por su padre, a quien ella admiraba. Se llenaba de orgullo y sus ojos resplandecían cuando sus profesores le preguntaban por el oficio de su papá, pero fingía alegría cuando le tocaba hablar de su madre o hermano menor, y caramba, como se notaba. Ella pensaba que su madre estaba con Manuel porque éste, tiempo atrás había sido muy adinerado. Sobre su hermano menor, lo creía inútil, una carga para la familia, el pequeño Martín sufría de un severo retardo mental, tenía tres años y aún no lograba anunciar con palabras cuando tenía que hacer sus necesidades fisiológicas.

Ivana también mostraba gran talento en la cocina, pues se había visto obligada a aprender prematuramente el arte culinario, porque no le apetecía lo que su madre preparaba.  Más que desagrado por la comida de la madre, era desagrado por la madre misma, no soportaba la idea de ser hija de una mujer que estaba con su esposo solo por el dinero, esto era lo que pensaba.

Los días de clases transcurrían como siglos para la sombría niña, ella solo quería que llegara el fin de semana para poder estar a solas con su padre en la granja, ayudándole y sintiéndose querida. Dándole de comer a los animales, limpiando el galpón, aseando el matadero y realizando su labor favorita, colocar a la indefensa ave  sobre el mesón, tomar la hachuela firmemente y de un tirón ¡Saz! Decapitar a sangre fría. Se sentía con tal poderío, que no había momento que la llenara de tanto regocijo, como ese en que la sangre del animal se derramaba sobre ella y hacía finos hilos de rubor sobre su rostro.

Para satisfacción de Ivana, su madre cayó enferma de lumbago. Estuvo hospitalizada por cuatro días, durante los cuales la niña era la mujer de la casa. Preparaba la comida,  se encargaba de la limpieza y esperaba a que su padre llegara por las noches con deliciosos manjares, pero odiaba tener que cuidar a Martín, el pollo retrasado, como en secreto lo llamaba. Manuel estaba tranquilo, porque sabía que Ivana se podía encargar del hogar y del pequeño, mientras él trabajaba en la granja y luego podía ver de su esposa en el hospital, hasta largas horas nocturnas.

Por otro lado, se tornaba preocupado, los médicos dijeron que tenían que operar a su mujer, aunque debían esperar unas cuantas semanas para que llegaran los insumos al hospital. El trabajo en la granja no mejoraba, hasta había optado por despedir a uno de los trabajadores para reducir gastos. Todo iba cuesta arriba para el hombre que alguna vez había atesorado una gran riqueza.

La tarde que dieron de alta a la esposa de Manuel, Ivana estaba furiosa, pasó todo el día de mal humor, le propinaba enérgicos golpes a su hermano, le gritaba –Maldito retrasado, es un estúpido parasito, pollo retrasado–. El odio se apoderaba de ella, cada fibra de su cuerpo eran cientos de cartuchos de dinamita haciendo explosión uno tras otro.

Recibe una llamada telefónica a la casa, era su padre, ella guardaba la esperanza de que le informaran sobre la muerte de la madre, no fue así. Lo que para cualquier hijo era una buena noticia, para Ivana era una maldición. –Mi hermosa Ivana, llegaremos por la tarde, ya la dieron de alta, por favor ten lista la comida y prepara postre, tu madre está de vuelta y debemos tratarla con delicad…– La frenética niña trancó el teléfono antes de que su padre concluyera.

–Prepararé la cena, claro que lo haré.– gritó Ivana –Hoy comeremos pollo, pollo rebosado.– La ira cegó sus sentidos, como gobernada por el Patas de Cabra, tomó el pollo por el pescuezo, estrangulándolo. Comenzó a despresarlo con la misma energía con que Jackson Pollock pintaba sus cuadros, la hachuela hacía su trabajo, afilada hasta la punta, la sangre salpicaba a todos lados, a medida que iba desprendiendo cada pieza, su ira se transformaba en satisfacción.

La cocina era un lienzo abstracto en rojo carmesí, una obra de arte, de la que tenía que deshacerse antes de que sus padres llegaran. Terminó de cocinar el exquisito plato, aseó la cocina, no sin antes tomarle unas cuantas fotografías, quería conservar ese momento para siempre, sabía que nunca más se repetiría, o al menos no de la misma manera.

Se abrió la puerta de la casa, Ivana estaba esperando ansiosa en la mesa con todo un festín servido. Lo primero que hizo su madre fue darle un abrazo de felicidad y agradecimiento. –Hija mía, me hacías falta– dijo con lágrimas en los ojos. –¿Y Martín? ¿Dónde está mi pequeño?– Preguntó.


–Hoy tenemos pollo para la cena madre, pollo retrasado– contestó Ivana con regocijo y risas infernales. –Martín está donde debería, destapen la olla y comamos– Su padre entre asustado y confundido, –Pollo rebosado hija, no retrasado– exclamó. Fue cuando la madre destapó la olla del guiso y pudo ver entre el alucinante carnaval de verduras y aromas lo que parecía la cabeza del pequeño Martín.