La mujer que se hace madre, debe asumir su belleza para si, sentirla y disfrutarla para si y olvidarse de la mayoría de hombres que con sólo el instinto notan su virtud, esa particular que, hace de muchos ellos inescrupulosos y más salvajes que el nativo de lo netamente silvestre; debe asumir su postura de sustentadora de vida, de engranaje del todo, de medio y fin para la existencia.
Por otro lado, el hombre que se hace padre debe saber ignorar como a la vez agudizar su visión; visión no es sólo ver. El hombre que se hace padre debe hacerse paradoja de si, ser todo y singular, asumir la responsabilidad de un mundo que sustenta a su sangre; debe auspiciar la benevolencia en los suelos y distraerse con inteligencia lo más que pueda del cuerpo porque el placer, a medida que irremediablemente se hace más sabio (lo que debería suceder por lógica natural), cambia su foco.
La mujer y el hombre después de que dan vida se hacen ideal de esa vida nueva, deben saber renunciar a si entendiendo que son el todo para esa mentecita que es lienzo pulcro (porque todo recién nacido es nuevo comienzo, nueva oportunidad, es el refrescar de la esperanza), lienzo para el que indudablemente, otros antes que ellos, les prepararon para ese ciclo inevitable y fundamental, que se centra en el respeto por el ideal en que toda mujer y hombre se convierten al hacerse madre y padre.
Y de ese modo, así nunca demos de nuestra sangre vida para que camine esta tierra, mujeres y hombres, todos, debemos sentirnos madres, padres, ideal de todos para todos, responsables de todo aquel que desde el blanco lienzo que es su mente, se pinta o se mancha gracias a nuestra gracia o nuestra desgracia.
Porque no es reconocer la oscuridad, es saber deducir la claridad por ella. Y divulgar eso.
Ese lienzo nuevo nos dará a ver el paisaje que inspiremos en él. Y así sustentar ese ciclo que nos justifica y anima.
Toda nueva generación debería reinventar la esperanza fortaleciéndola.