Referencia |
Nota: Este relato es parte de los muchos que reposan en el blog Suburbio de
Letras Nocturnas. Fue publicado el 4 de septiembre de 2014 en un concurso
realizado por blogueros de Hispanoamérica donde la temática era crear un cuento
que debía contener flores moradas. El cuento fue uno de los cinco finalistas.
El padre Ramón debía oficiar sus misas en la plaza
del pueblo. Los mosquitos y personas que pasaban cerca del lugar interrumpían
el sagrado rito.
En par de ocasiones invitó a la comunidad a
colaborar con la construcción de la iglesia. “Los curas vamos y venimos. La
iglesia será de ustedes” decía cada vez que una vieja chismosa o un borracho
aseguraban como juez inquisidor que el sacerdote se robaba “el dinero de la
limosna”.
Ese día decidió ayunar para pedir a Dios qué hacer.
Dejó a un lado el amor por las arepas rellenas con queso y huevos revueltos, el
café andino que tanto amaba y la manzana que le traían algunos fieles al verlo.
Debía buscar una forma de llegarle a ese pueblo
testarudo, despreocupado y olvidado de aquellos gestos que abrían “las puertas
del cielo”. Luego de rezar tres rosarios seguidos en honor a la virgen de los
desamparados sintió que Dios le habló. Se persignó y esperó con ansias que todo
marchara como lo ideó. “Qué se haga tu voluntad” dijo.
Las cosas en el pueblo no serían como antes.
Doña Adela debía transitar a pie más de 15
kilómetros desde su casa hasta la entrada del pueblo andino olvidado.
Con calma y tranquilidad dejaba a su andar un
paisaje monumental de altas montañas y flores que abrazaban en sus pétalos el
suave aroma del café que se sembraba en esos lugares.
Siempre llevaba consigo a su nieto Diego, un niño inquieto que corría
por esos caminos de polvo y tierra y luego regresaba a su falda cansado. Ese
día el niño quedó paralizado con lo que vio.
Doña Adela no entendía la actitud del niño. Como pudo apresuró su paso y al ver lo que Diego observaba se arrodilló y levantando las manos al cielo dio gracias a Dios por ser testigo de un milagro como ese.
Entre las piedras se dibuja la imagen de una virgen. Lo supo por la
corona que llevaba en su cabeza y el niño que llevaba en sus brazos hacía
con su mano el signo de la bendición. Ella se quedó rezando cerca de la imagen
mientras el niño fue al pueblo a anunciar lo ocurrido.
El pueblo fue parte de una algarabía. Gritos,
burlas, dudas y rezos acompañaron al niño hasta el lugar de lo ocurrido. El
sacerdote Ramón fue muy cauteloso y a pie junto a centenares de personas fue en
busca del milagro.
Al llegar observaron a doña Adela, la mujer que
vendía flores postrada ante unas piedras. Mientras el poblado se acercaba
descubrieron la imagen. Gritos, lágrimas, piel de gallinas y desmayos
acompañaron a los presentes. Todos esperaban que el padre diera su opinión.
Para todos, era el más cercano a lo divino, a Dios.
Sus palabras cambiaron todo el panorama “La virgen
quiere que construyamos una iglesia en este lugar”.
Un señor muy adinerado donó el terreno donde
apareció la virgen. Los carpinteros del pueblo apresuraron su marcha mientras
las personas colaboraban con prendas preciosas, dinero y animales para comprar
todo lo necesario.
El padre tomó un bus a las afuera del pueblo andino
olvidado y marchó a la ciudad a comprar todo lo necesario.
Dos días después llegó con una flota de camiones
que llevaban de todo. Bancas, pinturas, lámparas, sillas, santos y una virgen
de los desamparados de dos metros.
En esa época los duros de corazón se ofrecieron a
hacer lo que podían. Los chismes cesaron, las borracheras tenían sabor a
santidad. Disminuyó por completo los ataques a otras familias y el deseo del
pueblo era la construcción de la iglesia. Doña Adela, la primera mujer en ver
la virgen en todo su esplendor buscó flores moradas y las sembró por todo el
lugar. La estampa era divina.
Las montañas del pueblo andino olvidado que
lanzaban su aroma a café, la Iglesia que se convertía desde ese momento en el
edificio más alto del pueblo y las flores moviéndose con el viento, era el
sitio perfecto para que la virgen, su hijo y su Dios tuvieran una casa donde
poder descansar.
Cuando el edificio se inauguró el alcalde dio
algunas palabras. Doña Adela y el niño Diego en primera fila fueron
reconocidos con las recién creadas llaves del pueblo. Se fundó la Sociedad de
las Hijas de la Virgen de los Desamparados del pueblo andino olvidado, y los
niños del tercer grado de la escuela hicieron una obra de teatro que reflejaba
el momento más importante en la historia del pueblo.
El padre ofició la misa y un rayo se posó sobre el
altar mayor. Las personas lloraron, algunos se abrazaron y en ese momento se
sintieron en paz. Una paz que no duraría mucho pero sería recordaba por muchos.
Tres años después el sacerdote Ramón fue cambiado
de parroquia. Debía ir a otro lugar, uno más estable, más cómodo y con personas más
respetuosas. El día de su despedida el cielo vistió por vez primera
colores violetas que hacían juego con las flores de Adela y realzaban la
estampa de la iglesia, fruto de su creación.
Sonrío a los cielos y dio gracias a Dios por
abrirle los sentidos. Recordó entre risas esa madrugada donde esculpió en
piedra la imagen de la virgen y la puso en el camino que hoy día era parte de
la casa de su Señor.
No pensó que diera efecto, pero fue mucho más de lo
que esperó. Su plan fue perfecto. Ahora con maletas en mano marchaba en
bicicleta a otro lugar, llevando consigo la satisfacción de ver su obra
realizada.
Sabía que nadie podía criticar sus acciones. No lo
hizo para su beneficio. Él quería que la iglesia fuera el lugar de encuentro de
los pobladores. Era una obra que perduraría y sería parte de las raíces de ese
pueblo andino olvidado.
Siguió su camino con la convicción de que algunas
mentiras son necesarias en lugares donde los duro de corazón no entienden el
valor de una verdad. Se quedaron con una iglesia, y un lugar para adorar a un
Dios que nunca pasaba por ese sitio porque no tenía donde descansar en su paso
por los lares de la humanidad.